domingo, 11 de octubre de 2009

El pintor de la locura

Las únicas personas que me agradan
son las que están locas:
locas por vivir,
locas por hablar,
locas por ser salvadas.

Jack Kerouac

Farra Torres fue un pintor genial, digo fue porque hace tiempo una mujer muy parecida a su madre le quitó ese placer, al casarse. De hecho fui a su boda-entierro, una mesa llena de tipos que no creían lo que estaban viendo, el Farra, el pintor de la locura se estaba casando con la castrante Vick, mujer sargento. Ahí estábamos como asistiendo a su entierro, en un salón donde todas las mesas tenían vino menos la de nosotros, no nos dieron alcohol ni pa' curar un raspón, de hecho nos tenían en un rincón del saloncito y a cada rato la mamá del Farra pasaba y nos decía: si quieren estar aquí los quiero tranquilitos y sin hacerla de tox o los saco a la chingada, no pos sí.


Y la señora tenía sus razones pa ponerse así, su hijito era de armas tomar, le tumbaba la puerta de la casa cuando no le abría, la insultaba y le orinaba la macetas del jol de su casa, el Farra no lo hacía a propósito de hecho, medicado desde la adolescencia por un trastorno bipolar vivía entre el encierro y los ataques de locura temporal. Encontró en la pintura a su gran amor, pintaba chingoncísimo, unas pesadillas hermosas en los lienzos, seres que parecían humanos se escurrían por sus cuadros, ojos muy profundos tenían sus personajes, parecía que te hablaban. Farra pintaba hecho la madre, frenético, con risitas de vez en cuando; pintaba desnudo y siempre me sorprendía con un cuadro nuevo cuando le caíamos a su casa. Siempre me gustaron sus cuadros aunque curiosamente nunca me quiso vender ni regalar ninguno; decía, quién sabe si era cierto, que tenía un corredor que le vendía sus cuadros en Nueva York. La cosa era tal vez cierta porque lana nunca le faltaba, tenía una camioneta con la que ya hasta la madre (se ponía pedo bien rápido por causa de los medicamentos que tomaba) caía a casa de sus amigos a la hora que fuera y te ponía unas pedas de miedo. Luego le daba por encuerarse y hablarle al diablo pa que viniera por él.


Siempre que íbamos a su casa nunca entramos por la puerta principal, su cuarto que era muy amplio además daba a la calle, brincábamos una barda y nos abría por un ventanal y entrábamos a su cuarto-estudio, lleno de revistas porno hard core, películas de trauma y lindezas así. Vivía solo con su jefa, no tuvo hermanos y el resto de la casa era un misterio, ya pa cuando la jefa se daba cuenta de que estábamos ahí, era porque el pinche ruidajo no la dejaba dormir; una vez hasta una patrulla nos aventó pa sacarnos y el Farra se iba con nosotros a seguirla onde fuera, normalmente a mi casa. Siempre que me quedaba en su cuarto los pinches cuadros no me dejaban dormir, parecía que se salían de los cuadros llenos de horror, dignos de un sicoanalisis.


Pero eso se acabó el día que conoció a su ahora mujer, parecía que le echaba el doble de drogas a su comida y bebida. De repente se dejó de ver, ya ni el teléfono contestaba, de repente un día cayó a casa de los amigos con las invitaciones a su boda, ¡ah, chinga!, ¿cómo que te casas pendejo? Sí cabrón, decía con su cavernosa voz, ya es tiempo de sentar cabeza, ¡ma!


Lo dejé de ver años, hasta un día que nos encontamos en una exhibición de cuadros suyos y de otros pintores y fotógrafos de la región. Parecía el reencuentro de los muertos vivientes. Panzón y sin el brillo de la locura en sus ojos me prometió que nos veríamos pronto por un proyecto que teníamos juntos, de un cómic que andábamos haciendo: yo ponía los textos y él pintaba las pesadillas. Todavía lo estoy esperando.

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